Por Paulina Benavente, Oficina de Atención a Víctimas de Abuso
Esta semana hemos sido impactados emocionalmente por las declaraciones de Marcela Aranda, quien denuncia haber sufrido abusos de conciencia, sexuales y de poder por parte del sacerdote jesuita, ya fallecido, Renato Poblete.
Escuchar el relato es enfrentarnos a una realidad muchas veces perversa en la cual personas aparentemente dotadas de múltiples bondades esconden tras de sí una serie de conductas aberrantes que demuestran un total desprecio por los seres humanos. Cada persona que ha vivido estos horrores ha tenido que “reinventarse” muchas veces a sí mismo, pues es tal el impacto sobre la percepción de sí, sobre su autoestima, su dignidad, que pudiéramos decir sin temor a exagerar que les ha sido arrebatada la mayor parte de las veces la vida misma, la alegría y en definitiva el sentido de la existencia.
Nadie puede ante tan grande ignominia quedar indiferente sobretodo si se declara cristiano. Esta realidad que atraviesa a nuestra sociedad es lamentablemente demasiado frecuente y en muchas ocasiones normalizada pensando sencillamente que el mal es parte del mundo. No podemos acostumbrarnos al abuso o al maltrato, o sencillamente bajarle el perfil porque nos resulta una realidad incómoda, difícil de asimilar.
Esta develación de parte de su historia tan dolorosa que hace Marcela, impacta también directamente la vida de quienes han sufrido de manera directa los abusos.
Nuevamente se agrandan los fantasmas y ese dolor que aloja en lo más íntimo del corazón sale a la superficie. A ustedes que sufren y que en silencio viven todo esto, sólo les puedo decir que a pesar de tanto horror es posible volver a sonreír y a sentirse libre. Que pedir ayuda y atreverse a enfrentar estos miedos es necesario para reconciliarse con ustedes mismos. En el abuso el único que nunca tuvo la culpa es el abusado, y es él quien merece estar al centro de nuestra fe porque él es el Cristo que sufre y ante el cual una y otra vez tendremos que pedir perdón de rodillas por dejarlos tan solos, por no haber sido capaces de cuidarlos, por no haberlos escuchado, por no haberlos visto sino que ignorados, por haber defendido las apariencias, por haber sido cómplices del silencio, por no haberle tendido la mano al Cristo que tanto decimos amar.