Por padre Sergio Pérez de Arce A., Obispo, para Diario Crónica Chillán.
El 11 de octubre se cumplieron 60 años de la apertura del Concilio Vaticano II, que ha significado cambios trascendentales en la vida de la Iglesia Católica. Cambios bien visibles, como los acontecidos en el modo de celebrar la liturgia, pero también transformaciones en diversos ámbitos, como el ecumenismo, la misión, la vida de los presbíteros, la relación con la Sagrada Escritura, etc. Para el Papa Juan XXIII era necesario “poner al día” y buscar nuevas formas de expresión de la perenne enseñanza de la Iglesia.
El centro de los cambios del Concilio estuvo en la comprensión que la de la Iglesia tiene de sí misma y de su relación con el mundo, expresada en dos de sus documentos más importantes: la Constitución dogmática sobre la Iglesia (Lumen Gentium) y la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual (Gaudium et spes).
La Iglesia se comprende ante todo como pueblo de Dios, siendo el bautismo el sacramento fundamental que nos integra a ese pueblo. No es que la jerarquía (obispos, sacerdotes, diáconos) carezca de una función, sino que su rol es estar al servicio de la comunión y la misión de todos los bautizados. La Iglesia no es una pirámide donde unos son jefes y otros súbditos, sino una comunidad de hermanos unidos por lazos de fe, todos corresponsables en el anuncio del evangelio. Los pastores, por cierto, conducen, pero al modo de Jesucristo pastor, integrando en la misión los diversos ministerios laicales. Los fieles, por su parte, no se sitúan en la Iglesia como miembros de segundo orden o como clientes, sino como piedras vivas que edifican la comunidad.
Respecto de la sociedad, la Iglesia no se comprende en oposición al mundo, sino servidora. Como Jesús, no está en el mundo para condenarlo, sino para servirlo con el Evangelio. Son potentes esas palabras con que se inicia la Gaudium et spes: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón” (GS 1). La Iglesia, por supuesto, no desconoce la presencia del pecado en la historia y no es ingenua respecto de tantas calamidades que dañan al ser humano, pero como decía Juan XXIII, corresponde “usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad”.
Algunos han querido ver en el Concilio la causa de todos los males de la Iglesia o el motivo de la pérdida de relevancia de lo religioso en la sociedad actual, desconociendo que hay procesos culturales propios de la modernidad que vienen desarrollándose desde hace siglos. Lo que nos deja el Concilio es un modo de comprendernos como Iglesia, y eso es lo profundamente actual para continuar la tarea: somos una comunidad de hermanos en misión para servir a la humanidad con la palabra de Cristo.