por Sergio Pérez de Arce A., Obispo de Chillán, para Diario Crónica Chillán.
Es evidente que el Mes de María no tiene hoy la masividad que tenía décadas atrás, porque en general el lugar de lo religioso en la vida de las personas ha cambiado. Pero eso no significa que carezca de valor y siga siendo, de alguna manera, expresión de la vitalidad de una comunidad católica. Las comunidades más vigorosas celebran buenos Mes de María, las más débiles tambalean. Y esto es así porque el Mes es un buen reflejo de la vida de la Iglesia, que es ante todo encuentro comunitario en torno al Señor, de la mano de la Virgen.
Muchos católicos recordarán lo significativo que fue para ellos vivir el Mes de María en algún momento de su historia de fe: en sus comunidades rurales, en las capillas de barrios y poblaciones, en grupos que se reunían en casas, en una iniciativa misionera, en eucaristías juveniles muy temprano en las mañanas, etc. Algo de esto sigue presente y no hay que perder las buenas experiencias, sabiendo que los elementos esenciales siguen vigentes: la lectura y la meditación del Evangelio, el canto, la oración por la Iglesia y la humanidad, el rezo del Rosario y otras expresiones litúrgicas. Sobre todo no hay que perder el involucramiento de los laicos, varones y mujeres, en la guía de estos espacios, pues el Mes ha sido un ejercicio muy claro del sacerdocio común de los fieles, que nos hace a todos los bautizados corresponsables en la misión de la Iglesia.
Creo que algunos “católicos de elite” o aparentemente más ilustrados hemos mirado con distancia estas “devociones”. A veces nos hemos quedado en el prejuicio sin conocerlas plenamente. Es verdad también que hay elementos que necesitan cierta actualización, como de hecho lo hacen en muchos lugares. Pero lo que me parece importante insistir es que el Mes de María es una práctica religiosa valiosa de nuestra Iglesia, que es necesario mantener y fortalecer.
Si el Mes de María tiene valores evangélicos que es necesario preservar, es porque en el centro está la Virgen que nos lleva a Jesús. Es obvio que es un tiempo donde la Virgen tiene un lugar especial: le cantamos, meditamos los acontecimientos bíblicos donde ella aparece, le dirigimos oraciones, pero siempre terminamos en Dios, en Jesús, en la fe que se vive por el amor, en el servicio, en la comunión, etc., porque María es todo eso. La verdadera fe mariana no termina en María, sino donde siempre debe terminar toda fe: en el amor a Dios y a los hermanos.
Más que quedarnos en el lamento de que las cosas ya no son como antes, los católicos que mantienen la luz de la fe en sus corazones, han de cultivar y vivir la dimensión comunitaria de esa fe. Y quienes conducimos o animamos a las comunidades, hemos de procurar que el Mes de María siga siendo un espacio de encuentro, de oración y de evangelización. Así, María nos seguirá llevando a Jesús, y Jesús a una vida fundada en el amor.