Por Sergio Pérez de Arce, obispo de Chillán, para Diario Crónica.
Comienza hoy el Mundial de Fútbol de Qatar, que será sin duda un evento de gran repercusión mediática. Se hace en un país pequeño, con un poco más de dos millones de habitantes, mayoría migrantes y solo unos 300.000 qataríes. Un país con altos niveles de desarrollo humano y grandes riquezas, que le han permitido construir una infraestructura deportiva y urbana de primer nivel. Hay, sin embargo, una gran mancha: la falta de respeto de los derechos humanos.
El Mundial fue adjudicado a Qatar en el 2010, comenzando luego la construcción de estadios, el metro y otros edificios. Se necesitó mano de obra extranjera, que lamentablemente comenzó a trabajar sin condiciones laborales básicas de protección. El “kafala”, un sistema de empleo que permite que el propietario de las riquezas se apropie de la persona, ha sido una verdadera esclavitud, fuente de trabajo forzoso y mal pagado, en un país donde las temperaturas superan los 40 grados la mayor parte del año.
Por otra parte, Qatar es un Emirato absolutista, gobernado por una única familia desde mediados del siglo XIX. Según diversos organismos, hay serias restricciones en la libertad de prensa, en los derechos de las mujeres y de las personas homosexuales. Algunos asocian esto al carácter árabe y musulmán del país, pero lo árabe y musulmán no tiene por qué ser sinónimo de pérdida de libertades esenciales y prácticas discriminatorias.
La FIFA, como entidad internacional, tiene políticas sobre Derechos Humanos y, sin duda, posee los recursos y el poder para influir y exigir ciertas condiciones para el desarrollo de un evento como el Mundial, pero muchos creen que ha hecho poco y ha llegado tarde. Ha primado, como tantas veces, el interés de hacer negocio y obtener un éxito fácil, más que promover desde el deporte la construcción de un mundo más fraterno.
Hay quienes separan deporte y derechos humanos y consideran que no corresponde mezclar el deporte y la política; al parecer, piensan que un evento deportivo o artístico, por ejemplo, podría organizarse con independencia de las condiciones de vida de quienes viven en el lugar. Otros aceptan con agrado que a un país llegue el desarrollo económico, bienes de todo tipo, el mercado de la entretención, etc., pero se extrañan cuando se exige también la llegada del respeto de los derechos humanos. Es paradójico: se quiere avanzar en unas cosas, sobre todo si traen ganancias o placer a algunos, pero no en el desarrollo integral de todo ser humano.
La dignidad de la persona humana es el fundamento sobre el que debe edificarse toda sociedad. Los derechos humanos son universales e inviolables, válidos para todo contexto geográfico y cultural. Puede haber costumbres o normas propias en cada cultura, pero nunca se puede olvidar el primado de cada ser humano, imagen de Dios.