Por Sergio Pérez de Arce A. Obispo de Chillán
Los conocemos como Melchor, Gaspar y Baltasar. El Evangelio de Mateo, sin embargo, no les da nombres ni tampoco dice que sean tres, solo habla de unos magos de Oriente que se presentan en Jerusalén y luego llegan a Belén siguiendo una estrella. Lo que parece claro es que son sabios, astrólogos y ricos, y hombres de corazón inquieto. Podrían haberse quedado tranquilos con lo que ya tenían y sabían, seguros con su alta posición social y su comodidad, pero no se dejan atrapar por la apatía y buscan una realidad más grande.
En la Epifanía del año pasado, el Papa Francisco nos decía que la inquietud nace del deseo, que significa mantener vivo el fuego que arde en nosotros y nos impulsa a buscar más allá de lo inmediato. Desear es reconocer que la vida no está “toda aquí”, sino también “más allá”. Los deseos ensanchan nuestra mirada y, como los magos, nos hacen otear el horizonte y no quedarnos en la rutina y en el “siempre se ha hecho así”. Es fácil que nos quedemos estacionados en una actitud de vida que nos ensimisma. Es fácil, incluso, tener todo y de todo, y ya no sentir nada en el corazón. Al contrario, el deseo nos permite vivir con un impulso interior que nos hace ponernos en camino.
Pensemos ahora en nuestra fe, en nuestra religión: ¿Nos despierta el deseo de buscar a Dios y de salir al encuentro de los demás? ¿O se ha transformado en una religión convencional, formal, cansada, que ya no nos mueve a nada ni nos da alegría? ¿Nuestra alma tiene nostalgia de Dios, busca lo que Dios quiere de nosotros, o permanece somnolienta y cerrada en sí misma?
Los magos de Oriente levantaron la mirada, dejaron su tierra, siguieron la estrella y se plantearon interrogantes. ¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer?, preguntaron en Jerusalén. Necesitamos inquietarnos, escuchar con atención las preguntas del corazón y la conciencia. A menudo Dios se dirige a nosotros más con preguntas que con respuestas, dice Francisco. Y una vez que llegaron a Belén, “se llenaron de una inmensa alegría, entraron en la casa, vieron al niño con su madre, María, y postrándose lo adoraron” (Mt 2, 11). Es hermoso e impresionante lo que hizo el deseo en los magos: los llevó a Dios, y a un Dios niño que se revela en la sencillez y la ternura. Los deseos no se sacian necesariamente en realidades grandiosas, poderosas y extraordinarias, sino en aquellas cotidianas que están cruzadas por el amor. “Y postrándose lo adoraron”.
El Papa Francisco nos dice que “el deseo lleva a la adoración y la adoración renueva el deseo”, y que es Dios quien “eleva los deseos y los purifica, los sana, curándolos del egoísmo y abriéndonos al amor por él y por los hermanos”. Pidamos que nuestra fe despierte en nosotros el deseo, nos lleve a adorar a Dios y nos haga caminantes, de corazón inquieto.