Por Sergio Pérez de Arce, para Diario La Discusión de Chillán
Una de las experiencias más duras en torno a los incendios es quedar sin casa, solo superada en su gravedad por la pérdida de vidas humanas y posiblemente por el miedo que ocasiona la proximidad del fuego. Es que la casa no es un bien material cualquiera, que se reemplaza y punto, sino que está asociada profundamente a la historia y a la vida familiar. Cuánto más tiempo se ha vivido en ella y cuánto más esfuerzo ha supuesto el tenerla, más dolor causa su pérdida.
En la casa se dan esas interacciones esenciales para nuestra vida: la alimentación, la seguridad, la educación, la convivencia, etc. En la casa descansamos luego del trabajo, nos protegemos de los peligros, festejamos nuestras fiestas, compartimos penas y alegrías. No creo que haya otro lugar superior a la casa en el que nos mostremos tal como somos, con nuestras virtudes y defectos. Si cuando niños llegábamos ansiosos a la casa para buscar protección, luego de alguna dificultad vivida fuera, cuando mayores llegamos a ella para reencontrarnos con nuestras raíces y beber algo amor paternal y fraternal. Es cierto que la casa también está cruzada por historias de conflicto y dolor, pero sobre todo es sacramento de encuentro y signo del esfuerzo familiar por salir adelante y progresar.
Por eso debe conmovernos que haya hermanos que han perdido su casa en estos incendios, más de 1200 familias a la fecha, así como debe conmovernos la tragedia del terremoto en Turquía y Siria o el éxodo de tantos inmigrantes que han dejado sus países para buscar un espacio de desarrollo laboral y familiar entre nosotros. Con ellos y para todos, debemos construir una sociedad donde la vivienda sea efectivamente un derecho y donde quienes la pierden, especialmente en circunstancias trágicas, puedan recuperarla y rehacer la normalidad de sus vidas. Este debe ser el esfuerzo principal de la etapa que viene, una vez superados los incendios. Confiamos en que el Estado, así como diversas organizaciones de la sociedad civil, den muestras ciertas de abordar este desafío, como felizmente algunos comienzan a manifestarlo. No hay duda de que el Señor será solidario con nosotros en este afán, pues no solo le interesa todo lo que dignifica al ser humano, sino que él vivió en carne propia la dura experiencia de no tener casa: “Su madre lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada” (Lc 2, 8).
Con todo lo grave que la situación ha sido y con toda la importancia que la casa tiene, no falta la esperanza, pues la casa no es lo mismo que el hogar y la familia. Hogar viene de hoguera, ese fuego que en la antigüedad era el lugar central de la habitación donde la familia se reunía y compartía su vida. La casa puede ser destruida, pero el hogar siempre se puede volver a constituir y recrear en torno al calor del amor, el respeto y el trabajo compartido. Es una posibilidad que todos tenemos. “Qué importa que sea de piedra o de madera, qué importa que no tenga lujoso jardín; mansión o cabaña, yo quiero una casa que sea mi hogar. Que tú estés allí, el niño y la flor, la cama, la mesa y un vaso de vino, la abuela, el vecino y un poco de canto y un mundo de amor” (Canto del padre Esteban Gumucio).