Por Sergio Pérez de Arce para Diario Crónica Chillán.
Este cuarto domingo de la Cuaresma nos ofrece uno de los textos más hermosos del Evangelio, la curación del ciego de nacimiento (Juan 9, 1- 41). No es solo un milagro, entre otros, sino un relato dramático y emotivo acerca del itinerario mediante el cual Jesús nos conduce a la fe.
Un hombre es sanado por Jesús de su ceguera. Es un don para él, pero inesperadamente la vida se le complica, porque los fariseos y otros detractores de Jesús lo empiezan a interrogar sobre Aquél que lo sanó: por qué lo curó en sábado, si acaso es un pecador, de dónde viene, etc. Y el ciego, poco a poco, casi sin quererlo se va transformando en un testigo de Jesús. Se refiere a él, primero, como “ese hombre que se llama Jesús” (9, 11), luego como un profeta (9, 17), luego como alguien que “viene de parte de Dios” (9, 33), para terminar confesándolo como el Mesías y postrándose ante él (9, 38). Sometido a una verdadera prueba, declara con claridad ante quienes lo acosan: “de una cosa estoy seguro, que yo era ciego y ahora veo” (9, 25).
Estas palabras del ciego son una expresión muy hermosa de la experiencia cristiana: éramos ciegos y ahora vemos. Jesús nos ha llevado por un camino que nos ha permitido encontrarnos con su vida y su salvación. Él ha sido para nosotros no solo un hombre bueno, ni siquiera solo un profeta, sino el Señor y el Amigo que nos ha rescatado de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento y de tantas otras pequeñeces. Resucitado y lleno de luz sobrenatural, ha salido a nuestro encuentro para llenar nuestra vida de luz y así aprender a mirarnos a nosotros mismos y a nuestro mundo con una nueva esperanza. No siempre sabemos expresar bien esta experiencia de la fe, nuestras palabras son limitadas para hablar de ella, pero de una cosa estamos seguros: hemos sido arrebatado de las tinieblas y puestos bajo la luz de la fe. Sí, lo mismo que decía el ciego: “Era ciego y ahora veo”.
Para que esta experiencia cristiana adquiera su pleno sentido hay que tener dos resguardos. Uno, no solo recibir la luz de Jesús, sino convertirnos nosotros en luz. Lo dice la carta a los Efesios que también se lee hoy: “vivan como hijos de la luz” (Ef 5, 8), agregando que el fruto de la luz es la bondad, la justicia y la verdad. Sin esto, nuestro encuentro con Cristo no será creíble para los demás. Lo segundo es que no basta haber hecho el encuentro con Jesús una vez y creer que estamos listos. Por eso se nos ofrece el itinerario del ciego en la Cuaresma, para que volvamos a dejar que Jesús nos conduzca y nos lleve a la fe. El diálogo del ciego con Jesús puede ser también nuestro diálogo: “- ¿Crees en el Hijo del Hombre? – ¿Quién es, ¿Señor, para que crea en él? Jesús le dijo: – Lo has visto, el que está hablando contigo. Respondió: – Creo Señor. Y se postró ante él. (9, 35-38).