Columna para Diario La Discusión
2 de Febrero 2020
Por Sergio Pérez de Arce A. Administrador Apostólico.
No veo razones definitivas para que, desde las iglesias, asumamos oficialmente una opción de rechazo o de aprobación ante el plebiscito de abril, como lo han hecho algunas iglesias evangélicas, que no solo han tomado partido por una opción, sino que se han comprometido a trabajar en favor de ella. Me parece que estamos ante una materia opinable, donde desde una cosmovisión cristiana puede ser legítimo tanto un no como un sí al cambio constitucional.
Tampoco me gusta que los líderes eclesiásticos asuman una posición en nombre de su “mundo religioso”, como si fueran dueños de los votos de sus fieles o, lo que es peor, de su conciencia y libertad. Lo que corresponde es promover la información, la reflexión, ayudar a discernir los elementos que están en juego, para que cada persona vote en conciencia desde su propio discernimiento. La conciencia de cada cual es sagrada.
En política y en la construcción de la sociedad, las iglesias hacemos presente los grandes valores que tenemos que promover: el bien común, la justicia, el destino universal de los bienes, el valor de la vida, la solidaridad, la importancia de la participación, el cuidado del medio ambiente, el principio de la subsidiariedad, la libertad religiosa, etc. Salvo en situaciones en que valores esenciales estén gravemente en juego, normalmente hay que aceptar un pluralismo de posiciones, sabiendo que es difícil que una opción determinada realice totalmente los valores evangélicos. Lo que hay que elegir, es lo que se aproxima mejor a la realización de esos valores, conscientes de que toda realización histórica es siempre parcial. En otras ocasiones hay que elegir el mal menor: lo que menos mal hace, entre opciones que no son buenas.
El temor no es un buen consejero para decidir. Por supuesto que no hay que ser ingenuos y hay que considerar las implicancias de cada opción, pero es un mal camino alentar decisiones políticas y comunes en base al miedo. Ni vino el caos con el No a Pinochet, ni el populismo con la izquierda, ni el liberalismo a ultranza con la derecha. Podríamos quejarnos de los déficits en nuestro desarrollo, de lo tanto que falta para una patria más justa, pero no ha venido ninguna catástrofe anunciada por los agoreros del miedo. Tampoco vendrá ahora. La democracia, si funciona medianamente bien, ayuda a no caer en extremos.
Tampoco es bueno decidir solo preocupados por la defensa del interés propio: decidir una opción por “lo que vamos a perder”. Es justo que busquemos el desarrollo de nuestras ideas y valores, pero lo clave es siempre la búsqueda del bien común, que es el bien de todos los hombres y de todo el hombre. Un bien común que no es “un consenso de escritorio o una efímera paz para una minoría feliz. La dignidad de la persona humana y el bien común están por encima de la tranquilidad de algunos que no quieren renunciar a sus privilegios” (Papa Francisco, EG 218)
En el próximo plebiscito, habrá que discernir qué ayuda más a construir ese país en paz y justicia, con inclusión y respeto mutuo, que la gran mayoría de los chilenos anhelamos. El camino que se elija seguramente no cumplirá todas las expectativas, porque nuestras realizaciones históricas son siempre limitadas, pero esperemos que sea el que más se aproxima, el que más contribuye a construir una sociedad que pone en el centro la dignidad de la persona humana.