Por Sergio Pérez de Arce, obispo, para Crónica Chillán.
Con más frecuencia de lo que quisiéramos, nos impactan delitos que terminan con la muerte de una persona: un padre con su hija de 6 años baleados en Ovalle, varios muertos en la llamada Macrozona Sur, diversos femicidios, alguien baleado en una playa en Viña luego de una discusión, etc. Detrás de estos hechos hay a menudo bandas criminales, narcotraficantes y otros grupos organizados.
En el origen de la delincuencia hay, sin duda, causas sociales: círculos de delincuencia, pobreza y marginalidad que determinan, tantas veces, la vida de una persona y, al menos en algunos casos, pueden atenuar la responsabilidad de quien delinque. Pensemos, por ejemplo, en un niño o adolescente que crece en ese ambiente y aprende ese modo de vida. Sin embargo, en la mayor parte de los casos no podemos eximir de responsabilidad a los delincuentes, menos aun cuando se hace del crimen un modo habitual de actuar. El narcotraficante, el que roba con violencia, el que porta armas para amenazar, el que vive entre asaltos… no solo sabe que hace algo ilegal, sino también que vive en el “bajo mundo”, que lamentablemente cobra tantas víctimas inocentes. Con el enorme flujo de información y la enorme presencia del tema delictivo en la sociedad, es imposible que el delincuente no tenga conciencia de que anda en malos pasos.
Jesús es portador de un mensaje de misericordia y perdón, y se acercó a los pecadores para ofrecerles vida y salvación. En perspectiva evangélica, el delincuente es siempre, primero, un ser a redimir y no a destruir, sin quitarle nada por supuesto a la pena que debe cumplir por el delito cometido y el daño causado. Sin embargo, esta bondad de Jesús que nos invita a buscar la rehabilitación del que delinque, no disminuye en nada la dureza de la palabra de Dios para juzgar los actos delictivos. En el primer asesinato que nos muestra la Biblia, Dios dice a Caín: “¿Qué has hecho? ¡Escucha! La sangre de tu hermano grita hacia mí desde el suelo” (Gn 4, 10). Y Caín es maldecido y condenado a vagar por el mundo lejos de la presencia de Dios, aunque le es puesta una señal para que nadie le mate, pues Dios no quiere su destrucción.
No sé si al delincuente le importe, pero no podemos callar el juicio de Dios frente a nuestros actos y frente al delito. Dios es misericordioso, pero no es indiferente al mal. Es un Dios justo, que se compadece del sufrimiento de la víctima y con ella reclama justicia. Por eso Jesús dice que a los que practican el mal, “los echarán en el horno encendido, y vendrán el llanto y la desesperación” (Mt 13, 42). Esto también es Palabra de Dios.