Por Luis Flores Quintana. Sacerdote católico.
Nuestro país, como todo grupo humano, tiene entre sus miembros a personas que atentan o corrompen la sociedad siendo sometidos a los mecanismos de control y sanción dispuestos para estos casos. Así, nuestro orgullo estuvo por mucho tiempo puesto en la idea que las instituciones funcionan y que incluso algunas, nos entregaban cierta garantía de bondad y rectitud.
Pero en las últimas semanas nos queda la sensación de que eso ya no existe. El desfile de sospechosos y acusados que comenzaron empresarios y políticos, seguidos por sacerdotes, obispos, generales, pastores evangélicos, jueces y fiscales no se cierra con aplausos, sino con la decepción y la sospecha que de la corrupción nadie se salva y que en nadie se puede ya confiar.
En varios de estos casos, a veces nos quedamos con la idea de que no se trata solo de acusaciones, sino que de delitos. Las responsabilidades no son iguales, puesto que hay quienes tienen en la sociedad una responsabilidad mayor. Bien podemos citar un refrán latino que dice: “la corrupción de los mejores es la peor”. Se trata de aquellos que, con razón o no, se les cree depositarios de la bondad o la justicia.
Ante este panorama, estamos lejos de ser la copia feliz del Edén.
Por lo mismo, es normal que nos preguntemos si existe una salida o tendremos que rendirnos al triunfo de la maldad y vivir bajo “la ley de la selva” para sobrevivir, cuales primitivos primates, en una sociedad engalanada con mil progresos tecnológicos.
Es imposible cerrar los ojos ante los acontecimientos desacertados y caóticos que provoca la inmoralidad del ambiente que nos rodea y asumir que la realidad es como es y no como quisiéramos. Paradojalmente, esto mismo se vuelve una luz y un camino de salida. Existen personas honestas y laboriosas que día a día realizan sus trabajos y aunque todos respiramos el aire de la corrupción, muchos no han cedido. En medio de la desesperanza hay signos de avances, índices de progreso en todos los ámbitos. No todo es desalentador.
Una sociedad honesta no se construye sin ciudadanos honestos. No lo somos, pero reconocerlo es un paso, pues, al honrar la verdad y reconocer los errores daremos muestras de madurez y esperanza. Vivir la verdad y asumir las consecuencias dará consistencia a la esperanza de una sociedad que no es paraíso para nadie, pero quiere mejorar la vida y la calidad de vida de todos con la colaboración de todos. Se trata de cosas tan simples como hacer el bien y no mentir.