Por Sergio Pérez de Arce, obispo de Chillán, para Diario Crónica.
Los días 1° y 2 de noviembre son fechas de mucho significado, pues los santos y difuntos tienen mucho que decirnos hoy.
Lo primero que destaca en los santos es su ejemplo: vidas que están llenas de entrega y evangelio. Es un ejemplo que nos anima, que nos dice que es posible “marcar la diferencia”, ir a contracorriente y ensanchar de verdad nuestro amor. Pero esto no les viene a los santos de una condición de superhombres o supermujeres; al contrario, son personas ordinarias como nosotros, con alegrías y penas, fortalezas y fragilidades. Lo distinto les viene de la radicalidad de su fe, porque fueron capaces de elegir a Dios una y otra vez, sabiendo que Él nunca quita fuerzas, vida o alegría, sino que da plenitud a todo. Desde ese amor recibido, fueron libres para amar y darse.
Los santos están ahí para que no olvidemos que Dios nos quiere santos, llamados a no quedarnos en vidas mediocres y aguadas. “Cada uno por su propio camino”, dice el Papa, para insistirnos en que no se trata tanto de imitar a los santos en su particularidad y características, sino en que cada uno saque lo mejor de sí y ponga sus dones al servicio de los demás. Teniendo tal nube de testigos, nos dice la carta a los Hebreos, “corramos con constancia la carrera que nos espera” (12, 1).
Los difuntos, por su parte, están lejos de ser un mero y vago recuerdo. Siguen teniendo un lugar en nuestra existencia y mantenemos con ellos un vínculo espiritual. Porque la relación continúa, incluso podemos seguir haciendo camino para sanar aspectos de esa relación, curando heridas y creciendo en perdón. Nunca es tarde para reconciliarnos.
Los difuntos, además, explican mucho de lo que nosotros somos hoy. En un contexto en que tendemos a creer que todo es conquista nuestra, es bueno recordar que en nuestra vida hay “un antes”, que no partimos de cero, sino que somos fruto del esfuerzo y del amor de tantos. Esto despierta nuestra gratitud y reconocimiento, junto al compromiso de luchar también nosotros por el bienestar de los que vendrán. Porque así como hay “un antes”, en nuestra vida también hay “un después”, lo que nos obliga a ser responsables con nuestro presente, para edificar un mejor futuro para aquellos que queremos.
Los difuntos, por último, nos recuerdan que Cristo ha vencido la muerte y que Dios nos espera para hacernos participar de su Vida. La esperanza no es otra cosa que tener, ya ahora, un ancla en el cielo, viviendo agarrados como de una cuerda al amor del Señor, y sabiendo que un día estaremos en sus brazos y lo contemplaremos cara a cara.
Muchos en estos días se llenan de máscaras, disfraces y fiestas en las que no alcanzamos a vislumbrar un significado que aporte luz y alegría a la vida. ¡Qué distintos son los santos y difuntos, que brillan como las estrellas en el firmamento (cf. Dn 12, 3) y nos dicen que no caminamos solos!