Por Hna. Marta García, para Crónica Chillán
Mucho se ha escrito y comentado de que esta pandemia afecta a todos por igual, que no entiende de clases ni de fronteras, pero no es verdad. Esta pandemia ha puesto de manifiesto nuestras desigualdades, nuestras injusticias y nuestros egoísmos, hasta los más mínimos que pensamos que se quedan en casa y nadie los ve.
No es lo mismo pasar la cuarentena en una casa grande con jardín, que hacerlo en un departamento pequeño, que además de no tener una zona exterior, hay que compartirlo con otra familia, y entre otras circunstancias, vivirlo en una tierra extranjera. Y esto dicho así por encima, sin caer en los detalles.
Muchos, creyendo o no, se preguntarán que dónde está Dios o que porqué la Iglesia cerró sus puertas. Pero si ustedes miran sus manos, o escuchan su corazón, verán las manos de Dios y escucharán su latido sufriendo por sus hijos más vulnerados en sus derechos.
Y las Iglesias están abiertas, hay una en cada hogar donde una familia reza, o donde un anciano sólo ora en silencio. Esta es la parte celebrativa y orante abierta en corazones y hogares, a la espera de poder volver a encontrar a esa comunidad más grande a la que cada uno pertenece. La parte más activa de nuestra fe, nuestras obras, tampoco saben lo que es la cuarentena.
No hablamos de lo que la Iglesia como institución haya hecho, que ha estado atenta a llevar alimentos a los hogares, pendiente de los que están más solos o en dificultades, incluso dando un adiós a aquellos a los que esta pandemia les cortó el caminar, muchas veces lejos de los suyos.
Pero sobre todo la Iglesia ha estado abierta en ése joven que pasó a preguntar a su vecina que vive sola qué quería comprar, o en esa familia que ha incrementado su lista de alimentos “para partir el pan” con los que más necesitan, o en esa llamada que “escucha y acompaña”, o en esas manos que acumulan horas de trabajo con bata y mascarilla y que “cuidan y acarician” al enfermo o al que parte solo de este lado de la vida. O simplemente aguantando, quedándonos en casa y siendo responsables la Iglesia está abierta. Y podríamos citar muchos ejemplos más de como Dios se hace ser humano, incluso sin nosotros saberlo, para salvar a todos, y ahí sí, sin diferencias.
Durante esta pandemia hemos celebrado muchas Navidades y no sólo la Pascua, porque hemos comprendido y experimentado, cuál es la manera que Dios tiene de hacerse ser humano, y de salvar a través de la entrega. Y eso es la fe.
No se trata de demostrar qué es lo que la Iglesia ha hecho o dejado de hacer, porque no vamos a entrar en competición de nada, ni vamos a convencer a nadie de nada. Y no obtenemos nada con sacar a la luz lo que hemos hecho o dejado de hacer, porque eso no salva vidas.
Pero sí puede sernos de mucha utilidad, recordar que la fe no sabe lo que es la cuarentena, que Dios sigue presente en el corazón cuando queramos hablar con él, que su Palabra la podemos escuchar en la vida, aunque parezca encerrada y muda, y que seguimos compartiendo el pan. Todo ello es posible siempre que nosotros queramos, siempre que estemos dispuestos a aportar ese esfuerzo que falta para que este mundo se parezca más a lo que Dios quiere, y en el que no existan ni diferencias, ni injusticias, ni egoísmos. Así no volveremos a lo de antes, o la mal llamada normalidad, porque ya se ha puesto en evidencia que, aunque sea lo más habitual o corriente, no es lo normal.
Con todo en silencio y a través del más insignificante de los seres vivos, un virus, Dios nos ha hablado a gritos, nos ha mostrado que físicamente encerrados, nuestra fe puede estar más viva que nunca, y que cuando la creíamos plena de vida, quizás estaba muerta o adormecida por tantos ruidos que nos rodeaban.
No me puedo despedir sin recordar a la madre tierra, que se ha visto liberada de los efectos negativos de nuestra actividad, que ha visto cómo sus criaturas son capaces de compartir espacio en su útero como hermanos, cómo somos capaces de repartir sin que falte el alimento que nos regala. El que quiera escuchar, que entienda.