Por Hna. Marta García para Diario Crónica Chillán.
En la antesala de este año que recién acabamos de estrenar, lo más repetido entre los deseos de muchos, era que se pase este horrible año… y ciertamente ha sido uno muy complicado pero el comienzo de uno nuevo la vacuna del Covid-19, y por supuesto la celebración de la Navidad, tienen que abrir nuestras vidas y nuestros corazones a la esperanza.
Hemos celebrado el nacimiento de un hombre que cambió la historia del ser humano, un hombre que, en su proceso personal, nos enseñó que Él mismo era el camino a Dios, a quien podemos llamar Padre, a la VIDA y a la felicidad que son muestra de su misericordia. Su misma vida es camino, si decidimos vivir la de cada uno a su estilo, siguiendo sus huellas, pasando por este mundo venciendo el egoísmo y estando arrodillados a los pies del otro, especialmente del que más sufre o del que la sociedad ha descartado; una senda que se recorre con la confianza y la libertad que da el saber que alguien nos ama incondicionalmente, que nos tiende su mano a cada paso, y que cuando las cosas se ponen feas, como ha ocurrido, Él no abandona, sigue a nuestro lado, y nos ayuda a sacar lo mejor de nosotros mismos para salir adelante. Y esto es un poco lo que ha pasado con el coronavirus, o lo que deberíamos hacer que pasara con él.
Vivimos, o mejor vivíamos, envueltos en una sociedad en la que se nos ha metido hasta la médula que comprar y consumir es lo que genera bienestar y seguridad, y lo contrario genera una tremenda sensación de insatisfacción que es capaz de romper hasta las verdaderas amistades o el amor de una familia. Hemos quedado, sin darnos cuenta, en las manos de grandes sistemas económicos, que sean del tipo que sean, han robado a la humanidad el corazón. Han proliferado los enfrentamientos entre naciones, la violencia circula por doquier, nos hemos hecho competitivos hasta en las familias o en las comunidades, la palabra dada vale poco, y en lo que pueda sacar y beneficiarme a costa del otro… así hasta que hemos puesto precio a la vida humana, la que no produce, no sirve y se puede desechar; los abuelitos que se convierten en una carga, las personas de capacidades diferentes…
En medio de todo esto, y mucho más que cada uno pudiera agregar, apareció este pequeño bichito que nos metió en casa. Nos hizo redescubrir a las personas con las que vivimos bajo el mismo techo, hizo que sacáramos de nuevo de su encierro a nuestra solidaridad, quizás a la fuerza nos mostró que con poco somos felices, y hasta redescubrió que las personas que amamos son lo que nos da felicidad, y que el hecho de que estén bien, es un tesoro de incalculable valor.
Y así, llegamos a una Navidad en la que descubrimos su sentido que había quedado oculto, y la luz de la estrella que guió a los Magos de Oriente a Belén, nos descubre a ese Niño que había desaparecido entre las nubes de regalos, y que con su vida cambió las nuestras, nos recordó todo lo que habíamos aprendido como humanidad en nuestra historia… Y Dios en su infinita sabiduría se sonríe como abuelito tierno.
Comprendemos que no importa que haya o no regalos, tampoco que la cena sea más o menos; estamos todos, estamos bien y podemos vivir la familia, la amistad… aunque a veces tenga que ser a través de la pantallita de un computador o un celular. Estando todos y estando unidos, podemos salir delante de lo que venga, más si esa unión se va ampliando de la familia y los amigos, a los vecinos y conocidos, de ahí a la ciudad y país que cada uno habite, después hermanando naciones y la creación entera, entonces el Reino habrá llegado a su plenitud.
Cuando María era niña, cada año le preguntaba a su mamá: – ¿Qué te gustaría recibir como regalo este año? Su mamá cada año le respondía: – Que el año próximo estemos todos para poder celebrar, que no falte nadie. María le replicaba: -Mamá, pero eso no, un regalo de verdad. Y a los años María comprendió, que el verdadero regalo es que estemos todos y no te falte nadie.
muy bueno, gracias