Por Sergio Pérez de Arce A., Obispo de Chillán, para Diario La Discusión.
Posiblemente muchas personas desconocen hoy el significado de la semana santa, pues la fe cristiana se transmite poco en la familia y en la cultura. Lo más evidente es que tenemos dos días feriados y que algunos se esmeran en comer pescado, aunque suban los precios.
Partamos diciendo que los cristianos no lloramos la muerte de Jesús, pues lo reconocemos Resucitado en medio nuestro. El tono global de estos días es de alegría y esperanza, aunque no dejamos de lamentar la pasión que viven hoy tantas personas y pueblos, en quienes vemos el rostro sufriente de Cristo: hermanos heridos por la guerra, el hambre, la injusticia, y tantos otros males que atropellan la dignidad humana.
Tampoco esta semana está dedicada solo a recordar los hechos de Jesús que sucedieron hace más de dos mil años, como si bastara rememorar la historia. Lo que hacemos, especialmente a través de las celebraciones litúrgicas, es actualizar la vida y la salvación que esos hechos nos han regalado, haciendo presente para nuestro hoy la vida nueva del Resucitado que nos alienta. Celebramos la muerte y resurrección de Jesús no solo como hechos del pasado, sino como el triunfo de la vida sobre la muerte, y como una fuerza de amor que permanece con nosotros para acompañarnos en nuestra propia entrega.
Para comprender esto hay que mirar aquello por lo que se jugó Jesús. Él nos ha mostrado que Dios está cerca de todos, especialmente de los pecadores y los últimos, y que quiere una vida más digna para sus hijos e hijas. En este afán, Jesús encontró el rechazo y la enemistad de los líderes religiosos de su pueblo, que lo acusaron de relativizar el cumplimiento de la Ley de Moisés y la centralidad del Templo de Jerusalén como mediación privilegiada del perdón y la salvación de Dios. Lo acusaron de blasfemo y de no seguir las tradiciones de Israel. Pero Jesús fue hasta el final en su anuncio de la misericordia y el compromiso de Dios con los marginados. Él no se echó atrás y enfrentó la muerte. “Pero Dios lo resucitó”, proclaman los primeros cristianos. La resurrección es el sí de Dios a la causa de Jesús, es la afirmación de que vale la pena vivir y morir como Jesús, dando la vida por amor. No es la cruz en sí misma la que salva, sino la vida entregada del Señor.
Esta buena nueva de la resurrección nos sigue diciendo hoy que el mal y la muerte no son la última palabra para el ser humano. La esperanza de la vida eterna está abierta para todos, porque los que mueren en Cristo resucitarán con él. Pero más allá de esta esperanza transhistórica, el triunfo de Cristo afirma que hoy las cosas pueden ser distintas, que hoy en medio de la oscuridad puede brotar algo nuevo. La resurrección no es solo pasado o futuro, sino una fuerza de esperanza que hoy va provocando por muchas partes gérmenes de vida nueva. Porque la resurrección del Señor ya ha penetrado la trama oculta de esta historia, porque Jesús no ha resucitado en vano.
Pero la resurrección no es solo una fuerza o un dinamismo, sino Cristo mismo que vive glorioso. Y porque vive, “entonces sí podrá estar presente en tu vida, en cada momento, para llenarlo de luz. Así no habrá nunca más soledad ni abandono. Aunque todos se vayan Él estará, tal como lo prometió: Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Papa Francisco).