Por Hna. Marta García, para Diario Crónica Chillán.
Si hay algo que nos ha recordado esta pandemia, es que cuando repartimos hay suficiente para todos, y sobra. Muchas veces, hemos podido escuchar o leer informes de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la alimentación y la agricultura) y de otras instituciones, que nuestro planeta azul posee la capacidad suficiente para producir alimentos para toda la población mundial. Entonces, ¿dónde está el fallo? ¿Por qué mueren cada día millones de seres humanos a causa del hambre y la pobreza? En evidencia queda que el problema está en el reparto.
Hemos visto como las ollas comunes en nuestro país y otras iniciativas alrededor del mundo, están alimentando a familias y barrios enteros… algunas veces apoyadas por instituciones públicas o por entidades sin ánimo de lucro, pero fundamentalmente, ollas que se llenan gracias a la generosidad de los vecinos, y al aporte de lo que buenamente se puede compartir para que a nadie le falte.
En el primer siglo de nuestra era, allá en esos años en los que Jesús vivió, del uno al treinta aproximadamente, las cosechas apenas podían producir un diez por ciento, si llegaban a eso ya era considerada una cosecha abundante. Atónitos hubieran quedado aquellos hombres y mujeres si tuvieran la oportunidad de ver nuestros campos chilenos sembrados de trigo verde en esta época y en tal espesura, o en otras épocas del año, los cerezos cargados y sus frutos llegando a otros continentes. Y así quedaron sorprendidos cuando de boca del mismo Jesús, escucharon que el Reino se parece a un sembrador que, haciéndolo con generosidad, sin mirar si cae en tierra buena, o al borde del camino, o entre zarzas, extiende la semilla y ésta produce en un treinta o setenta por ciento…
Al fin, Jesús les hablaba de la generosidad de Aquel que lo puso todo en manos del ser humano, y que le dio la capacidad para seguir creciendo y multiplicar los frutos, de forma que nadie se quede sin el pan de cada día, y eso es el Reino que predicó Jesús y la sociedad que entre todos anhelamos construir
Independientemente de si somos creyentes o no, o de cual sea nuestra confesión o religión, no cabe duda de que cualquiera con un poco de sentido común en la cabeza y sensibilidad en su corazón, se aterra ante la realidad de personas muriendo de hambre. Es algo que creíamos extinguido, por lo menos dentro de nuestras fronteras, pero la verdad es que ni aquí había desaparecido, porque oculta estaba, ni en otros lugares de la tierra había dejado de existir.
Y han sido muchos los gestos que se han dado para conseguir que el hambre sea saciada, nos hemos hecho conscientes de que una vida un poco más austera puede permitirnos acabar con muchas de las injusticias que nos rodean.
El consumismo nos ha envuelto en una espiral de necesidades que nos llevan a creer que cuanto más tenemos, más felices somos o más valemos, y el acumular se hace a cualquier precio, sin mirar ni reparar que para que unos pocos crezcan a ese ritmo, otros carecen de lo más elemental.
Y así, el más insignificante de los seres vivos, un virus, ha conseguido poner el mundo de tal manera que nos hemos visto obligados a buscar estrategias para repartir, porque la pesadilla del hambre está golpeando a nuestras puertas y amenazante nos quiere arrebatar la falsa comodidad construida.
Sólo así hemos escuchado la llamada de Dios, el sembrador generoso, o de la madre tierra, o de la humanidad, o de quien ustedes deseen y en quien crean para nombrar aquí, que nos hace caer de bruces al ver que así no funciona la cosa, que hay que cambiar las reglas del juego, porque de su mano se recibe en sobreabundancia, hasta sobrar, y no puede ser que haya necesidad.
No importa por Quién, o porqué razón lo haga, a través de tal o cual medio o institución, pero revisemos nuestras vidas para que no tenga que venir una pandemia u otra realidad a recordarnos con abrumadora insistencia que, en la puerta de al lado falta, lo que nos ha sido dado para todos y en abundancia.