Por padre Sergio Pérez de Arce, obispo de Chillán, para Diario La Discusión.
El “caso convenios”, que ha revelado ilícitos en la transferencia de millonarios recursos de parte de organismos gubernamentales a Fundaciones sin fines de lucro, ha puesto injustamente en tela de juicio al conjunto de estas instituciones que reciben aportes desde el Estado. Si ya vivimos en una sociedad donde se desconfía de casi todo, estos hechos llevan a profundizar en la ciudadanía esta actitud. No fue muy feliz, en este sentido, que el Contralor de la República ordenara paralizar la “toma de razón” de todos los contratos entre el Estado y Fundaciones para recabar más antecedentes, pues puso una sombra de duda generalizada, sin matices. El Contralor ayudó a equivocar el foco, pues el problema no está en que haya Fundaciones y reciban aportes del Estado, sino en que haya “fundaciones truchas”, sin historia y sin competencias para el fin que declaran, y autoridades que se coluden con ellas y practican el amiguismo, el tráfico de influencias y usan el poder en beneficio propio y de su sector. Es la corrupción política en su expresión más grotesca.
Todos conocemos Fundaciones y Corporaciones que realizan una gran labor en pro del bien común. Están en el vasto campo social, al servicio de grupos vulnerables: niños vulnerados en sus derechos esenciales, personas con dependencia de drogas o alcohol, inmigrantes, personas en situación de discapacidad, personas en situación de calle, etc. O al servicio de importantes causas: la promoción de la educación, la vivienda digna, la dignidad de la mujer, el mejoramiento de la salud, etc. También las hay en el campo de la cultura, la investigación científica, la espiritualidad, el deporte. Están en muchas áreas, atendiendo problemas que el Estado por sí mismo no logra o no puede abordar. Y es justo que reciban financiamiento público, pues una de las tareas del Estado es integrar y ayudar a sostener la acción colaborativa de diversos grupos de la sociedad civil que sirven al bien común. Es el principio de la subsidiaridad, que la Iglesia promueve en su enseñanza social.
Corresponde, entonces, honrar a las múltiples Fundaciones y Corporaciones que honestamente trabajan al servicio de la comunidad, especialmente en beneficio de los más pobres y de otros fines que ayudan a forjar una sociedad mejor. Honrarlas significa mostrarles respeto, consideración y estima, lo que es necesario precisamente en este momento en que han quedado expuestas a la sospecha y el desprestigio.
Esto último no se opone a la necesidad de seguir creciendo en transparencia y probidad. Los dineros del Estado deben servir al bien común y usarse con eficiencia. La mayoría de las Fundaciones ya tienen bastantes mecanismos de control y de rendición de cuentas, por lo que no estamos partiendo de cero. Pero siempre es importante mejorar y, sobre todo, enfrentar los vacíos e insuficiencias que dan origen al aprovechamiento inescrupuloso del servicio público solo para el bien propio. La corrupción hay que combatirla con determinación, pues menoscaba la confianza y la fiabilidad de todo el sistema político, pero hay que hacerlo sin caer en una burocratización excesiva y sin dejar de alentar todo lo bueno y verdadero que tantas instituciones realizan.